La claridad y
luminosidad del día, la nitidez del azul celeste, el calor intenso y sofocante,
la risa alegre y franca de los niños,… son las primeras e imperecederas
impresiones que percibe el viajero que se adentra en las casi ignoradas
llanuras del África centro-ecuatorial.
El ser no habitual
por esos parajes acrecienta la capacidad para captar y saborear el contraste
con la cotidianidad de nuestro mundo urbano occidental. Otro mundo, quizá
todavía oculto para muchos, aparece ante nuestros sentidos, y se desvela
paulatinamente, captando nuestra atención y colmándonos de nuevas y placenteras
impresiones, desconocidas hasta entonces.
El calor y la
humedad, pegajosa y pertinaz, lo inundan todo confiriendo al ambiente una carga
de pesada indolencia. Invitan a la calma, a la contemplación de la armonía
circundante, pues toda actividad comporta un esfuerzo adicional. Debe uno
esforzarse para acometer y finalizar cualquier trabajo; para no dejarse vencer
por la dureza del clima. Una simple reunión de toma de contacto, de
planificación de tareas, de contraste de opiniones,… acarrea una suerte de
sauna no prevista; pues el sudor aparece presto y fluye rápido en regueros
sucesivos por todo el cuerpo. Análogamente, un paseo por la capital a una hora intempestiva;
la hora de la siesta, supone una experiencia inolvidable y el recordatorio
perdurable de un error de pardillo europeo. Con esa ruda y sorpresiva contingencia
climatológica difícilmente logra convivir llevaderamente el viajero foráneo
durante su breve estancia en Burkina-Faso.
Las gentes burkinesas,
y entre ellas las de la etnia moré, pobladores ancestrales afincados en la región
central del país, lidian cotidianamente con esta y otras adversidades, propias
de este, su entorno natural; primitivo, rudo, agreste…Diariamente combaten
tanto contra la hostilidad del clima cuanto contra la escasez de recursos básicos
que el medio natural les proporciona y de los que a menudo carecen, entablando la permanente lucha por la
supervivencia y por la existencia digna en medio de semejante inhóspito entorno.
Constituyen para el
viajero observador un ejemplo vivo de perseverancia pertinaz en la pugna por superarse frente a la adversidad que les rodea; y cuyo resplandor no le deja
indiferente, y le proporciona la cabal oportunidad de conocerlos, tal que un
acicate para contraer con ellos compromisos
perdurables que les apoyen e impulsen en esa porfía generosa por el logro de
sus mejores anhelos.
Al constituir las
personas uno de los activos primordiales de una nación, Burkina-Fasso dispone, así,
de uno de los pilares sobre los que asentar un futuro prometedor. Pues aunque sus
gentes; jóvenes, luchadores, dignos y comprometidos con el progreso del país, sufren
las carencias más perentorias en algunas necesidades básicas, no obstante, han aprendido
a identificar aquellos objetivos prioritarios para su satisfacción paulatina,
pues sueñan con ese futuro, quizá aun lejano,
en el que materializar sus ansiados anhelos.
Para ello, promueven
el asociarse como modo idóneo para definir y alcanzar esos comunes objetivos prioritarios
y practican la solidaridad en la ayuda y el compartir cotidianos. Merecen,
precisan, buscan y agradecen cualquier cooperación para acrecentar el
rendimiento de sus permanentes esfuerzos.
Perciben que la enorme
brecha entre necesidades básicas por satisfacer y objetivos actualmente asumibles
por sus gentes no decrecerá significativamente sin una aportación exterior generosa,
perdurable y desinteresada. Ésta debe hacer suyos los objetivos propuestos por los
burkineses, expresados por medio de sus asociaciones autóctonas, y proporcionar
el conocimiento y experiencia disponible en los países colaboradores sobre los
ámbitos de desarrollo en los que se actúe.
Únicamente la
conjunción organizada entre las necesidades y deseos autóctonos y la aportación
de recursos y conocimientos foráneos actuales de los países cooperantes puede
permitir satisfacer razonablemente aquellas en un período asumible de tiempo.
José Manuel Bretón